Amiga que le pasa, ese man
se murió hace dos meses ya, la vida sigue cáigase por la casa de Juanca que
allá es el parche para hoy. Y no sea tan cursi que se ve patética, no le digo
más porque se me acaban los minutos, chao pues.
Carolina cerró su celular,
lo colocó en la mesa al lado del pocillo vacío, era el segundo capuchino de la
noche, encendió otro cigarrillo mientras se quitaba de encima la mirada de unos
tipos en la mesa de al lado. Descendió de su mesa como quien baja de un avión
después de un viaje al regreso de vacaciones, pasos lentos, la mirada escondida
detrás de unas gigantescas gafas oscuras marca bollé, comenzó a recorrer
Unicentro lentamente parando en las vitrinas, entró al almacén de perfumes
esperando encontrar la última fragancia de Dior pero descubrió que estaban
promocionando Fahrenheit y ese golpe a la memoria de Jose fue suficiente para
que sus ojos color miel se llenaran de lagrimas recordando los innumerables
paseos con él por esos pasillos. Salió y en la plazoleta central se encontró
con un grupo de muchachos tomando vino de una caja, en lugar de utilizar vasos
o tomarla directamente del envase, utilizaban un pitillo y se la pasaban
ruidosamente de mano en mano. Carolina pasó lentamente rumbo al cajero
electrónico de Davivienda.
- Uy parce, pille esa
reina, mucha mamacita.
No sea pendejo, mire para
otro lado esa hembra es de la jai, la nena no camina, flota y ni crea que se va
a fijar en un estudiante de la Valle que ni para pagar el vino tiene, ¡muestre
a ver la caja!
Carolina medía un metro
setenta y cinco, su cabello era castaño claro natural, le gustaba vestirse muy
informal pero por supuesto con ropa de diseñador, sus jeans eran amplios en las
piernas pero marcaban sus amplias caderas, herencia de su abuela que vivía en
Barcelona, sus brazos largos , sus gruesos labios y marcados pómulos hacían de
ella una mujer que hacia girar cabezas por donde pasaba, tanto de hombres como
de mujeres, la verdad más de mujeres que de hombres, las mujeres siempre la
miraban de arriba a abajo, con rabia, con envidia, lentamente buscando algún
defecto, alguna cicatriz, una prenda que no combinara. Nunca lo lograban y por
eso la odiaban antes incluso de que Carolina respirara una vez más.
Desde la muerte de su
novio, su rostro había adquirido una dureza propia de las viudas de la guerra,
sus ojos aunque seguían siendo bellos, profundos y cálidos, perdieron el brillo
propio de una mujer de 25 años y no era para menos, a Jose lo encontraron a
orillas del río Cali, ahí arribita de Ventolini le robaron su vida, su futuro y
aunque sus amigos y su familia no lo querían, Carolina tenía en su corazón la certeza
de que al lado de Jose podría construir un hogar, uno de verdad no como su
familia, un pequeño infierno lleno de rabias, envidias, infidelidades y
tristezas.
La noche que Carolina se
quedo esperando a Jose en Checker´s de Unicentro tenían planeado tomarse un
café, una cerveza tal vez y luego salir para su apartamento como lo hacían cada
fin de semana, Jose pensaba que siempre iban a pasar la noche allá porque él no
tenía plata para llevarla a algún sitio elegante, “para gente bien” decía él;
pero la verdad era que para ella no era importante estar en sitios concurridos,
llenos de gente vacía que solo estaba pendiente de su ropa o del último chisme
sobre su familia. Para ella lo más importante era poderse recostar en el pecho
de Jose después de hacer el amor, solo así podía sentirse completa, llena de
vida, en CASA.
Esa noche después de
llamarlo insistentemente al celular se lleno de rabia, pidió un Margarita y se
prometió no seguir insistiendo en buscarlo, finalmente era él quien tenía que
estar pendiente de ella, no al contrario, claro al fin y al cabo él siempre
tenía cosas pendientes, sus alumnos, sus alumnas, niñitas pseudo artistas que
lo buscaban por los pasillos del conservatorio tratando de encontrar en sus
palabras soluciones a sus conflictos de adolescencia, tal vez veían en él a la
expresión máxima de un padre idílico, esas “niñitas”, como las llamaba
Carolina, eran una constante amenaza para ella, al menos en su
imaginación. Llena de celos, con las incertidumbres
propias de una quinceañera, Carolina permitía que las imágenes de grandes
bacanales se apropiaran de sus noches y a veces de sus días de sus tardes y de
los amaneceres, siempre y cuando Jose no estuviera con ella.
Después de decidir que no
esperaría más a Jose, se subió a su carro, llamó a Natalia su amiga de la
Universidad, cuadró rumba para esa noche, se irían para una rumba de música
electrónica.
Llegó a la discoteca, su
amiga ya había entrado y la estaba esperando en VIP con Juanse, el amiguis de
turno. Pidieron una botella de Whisky Buchanan´s, tres Red Bull y dos tarros de
agua Evian.
-Marica, casi que no
llegás, ya estábamos pensando que otra vez te ibas con el mancito ese. Menos
mal ahora llegan unos amigos de Juanse y vas a ver lo buenos que están.
La noche se torno sucia,
los whiskys pasaron de mano en mano, Carolina también, su cuerpo hizo parte de
la discoteca, cada golpe de música reafirmaba su rabia con Jose, ¡que se creía
el pobre pendejo! -Una pepa rojita, por la mechita Caro, le grito Nata mientras
el amigo de su novio le pasaba la lengua por el cuello y las manos por la
cintura.
Las pepas, los tragos, la
gente, el sudor, el calor, el olor, la rabia, el whisky, Jose no está, el novio
de Nata, el amigo del novio, no más, otra pepa, más agua, más música, más
rápido, más soledad, más vacío, más amigos, su cuerpo al revés, todo duele, la
ropa no esta, carro ajeno, la calle pasa rápido, este man encima, mi ropa,
¡NATA! , ¿Nata donde está? Todo da vueltas, todos gritan, el carro da vueltas,
caemos, rodamos, mi Jose, mi vida. Silencio.
Carolina apareció dos
horas después montaña abajo, los bomberos no entendían como todavía la gente
podía manejar bebiendo por la vía a Cristo Rey que era tan peligrosa, Carolina
tenía el cabello lleno de pasto, su ropa no aparecía, solo tenia puesta la
falda, los paramédicos pensaban que era por el accidente, por las vueltas que
dio el carro, nadie se imaginaba que la blusa salió volando por la ventana tres
minutos después de salir de la discoteca luego de la tercera pepa.
Cuando pudieron subir a Carolina Albornoz a la
carretera, era solo una colección de huesos rotos, ojos vacíos y piel
desgarrada. Ella había dejado el mundo de los vivos cuando el Chevrolet Corsa
que manejaba Juan Sebastián Cardozo había esquivado un perro que ahora
descansaba al lado de su amo, mirando con desprecio un hueso seco, tan inútil
como el cuerpo de Carolina.
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